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Amor a ciegas

 

 

18 de junio de 2011 |CULTURA |LITERATURA

Amor a ciegas

Por:  Marisol Hume Eriksson

Una mano rozó su nuca en la oscuridad de una iglesia.

La joven no dijo nada y se quedó inmóvil.

La mano también, en suspenso permaneció atrás de su cuello.

No supo distinguir si el contacto era físico, o sólo el magnetismo de su energía que la tocaba.

El vestido que portaba ampliamente descotado en la espalda -privilegio que puede darse la juventud - la liberaba del corpiño y de la incomodidad que significan las prendas ceñidas al cuerpo, cuando el calor húmedo del verano agobia.

Después de segundos interminables la palma se deslizó como un velo de lluvia por su espalda, y se detuvo entremedio de sus omóplatos. Posándose justo allí, donde ella creía que se albergaba el corazón del alma.

La muchacha arqueó sutilmente la espalda, elevando el pecho al cielo. Movimiento por el cual daba por aceptada la situación y sin remedio se entregaba a lo desconocido.

El espacio se estrechaba cada vez más para su corazón que latía fuera de sí, y ya no le cabía en el pecho. Tuvo que hacer un esfuerzo consiente para expandir al máximo las costillas, para que le entrase más aire.
Entonces yema a yema, por cada una de sus vértebras descendió la mano hasta llegar a su cintura. La rodeó con decisión y dulzura, y tomándola firmemente se inclinó. Mientras que con sus labios le rozaba el oído, susurrándole algo.

Ella no lo vio, no supo nada más que hacer que cerrar los ojos y dejar de respirar; como si con ese acto pudiese engañar al tiempo y detenerlo. Pero no lo logró, porque como era de esperarse los reflejos retomaron el control, obligándola a respirar nuevamente.

La letanía de un canto gregoriano invadió la nave central de la iglesia impregnándola con una atmósfera onírica.
La joven se elevó durante un lapso indefinido. Ingrávida flotó como un suspiro. Después se sintió el golpe. Cuando los fieles se dieron cuenta, yacía en el suelo desmayada, lacia como un alga.

Desde entonces lo busca. Busca la sensación que la marcó, infiriéndole una huella en el cuerpo y en el alma.

El fuego que le dejó un sello en la nuca, en la cintura, y en la garganta.

La obsesión la quema consumiéndole toda su energía. El médico del pueblo la ha mandado a la ciudad a consultar.

Comentan en la caleta que ha quedado ciega, por la oscuridad en que se ha encerrado durante meses. Algunos dicen que su mal no tiene cura, que ha sido embrujada, que se le metió el demonio en el cuerpo.

Las mujeres del pueblo creen que le robaron el alma, que ya no la tiene, porque mira con los ojos sin luz, con una mirada opaca y vacía.

Los pescadores tienen miedo, no pueden explicarse cómo Alfonsina se ha perdido.

Como si hubiese entrado en un laberinto mental del cuál no se puede salir más, y no saben por qué, no encuentran la respuesta.

Inmersa en la ansiedad y arrastrada por el deseo y su fuerza de voluntad, no cesa Alfonsina en su intento por encontrarlo, para amarlo de verdad.

En el día deambula por esas calles arcillosas de su barrio donde vive con su tía. Busca en esos angostos callejones bordados con hileras de casas blancas, muchachos a los que desea abrazar.
Ruega y suplica a gritos por un abrazo, que nadie quiere entregar, pues pedido de esa manera no se entiende.

A veces con extraños artilugios logra convencer a los turistas para que la acompañen a la iglesia. Una vez en la penumbra les pide ser tocada en la nuca, en la espalda, y en la cintura.

esconcertados muchos de ellos no saben qué hacer y huyen; otros -entendiendo la situación- la complacen y siguen las instrucciones al pie de la letra.

La joven aprieta ojos y mandíbulas e inhala, retiene la exhalación para concentrarse mejor. Cuando cae en cuenta que no es él, se llena de amargura.

Al ponerse el sol, vestida de negro desciende al mar. Trepando descalza por las rocas se le oye cantar como una sirena llamando a Ulises: "Porqué no vienes amor mío, dónde estás, porqué te has ido".

Es un ritual que cumple todas las noches, con la ilusión de que el día menos pensado, aparecerá.
Como el canto no sirve, debe cantar cada vez más fuerte y más cerca del acantilado. Para que su canto de una vez por todas, pueda ser escuchado por su amado.

Las olas revientan a sus pies, mojándole el vestido, tirita, tiembla y tiene frío.

Pero nada le importa. Con la perseverancia que tiene el error mental, continúa clamándole a las olas, y recogiendo caracolas hasta que despunta el alba.

Cuando se cansa dibuja un gran círculo en la arena, con una varilla o algún madero que por ahí ha encontrado; y si no tiene nada lo hace arañando con sus propias uñas.

Con esmero lo adorna con conchas y piedrecillas, y se acuesta en el centro, desnuda.

Se revuelca quedando vestida de algas y espuma, como una aparición fantástica se incorpora, con la cabellera bañada de luz de luna.

Alfonsina se ha extraviado en el amor de los diecisiete. Atrapada en su errónea fantasía no encuentra la salida. Sólo la sostiene la esperanza, que esperando y esperando día tras día, se consume esperanzada.

Con la mirada oscura verde oceánica, y la piel de azucena blanca azulada, se regresa la chiquilla exhausta, a las tres de la madrugada.

Un día malo Alfonsina dejó de buscar abrazos, puso fin a su ritual, y terminó de cantar.

Y otro día peor, se puso a caminar lentamente internándose en el mar.

Y no sabemos, si no quiso, o tal vez no pudo parar.

 

 
 
 
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