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El peuco chileno
El peuco chileno. Foto: Juan Carlos Gedda Ortiz.
 

02 de julio de 2012 | COLUMNA - CUENTO |

El peuco

Por: Víctor Aquiles Jiménez H.

El doctor Milton Erickson (1901-1980) ha sido un puntal en las técnicas y protocolos empleados en la hipnosis, incluso creó escuela al respecto y es seguido por expertos en la conducta humana con alteraciones de la personalidad, por muchos profesionales de esta ciencia. Y son famosas sus fabulaciones que, como protocolos, se emplean para motivar a los pacientes, hay algunas bellísimas desde el punto de vista creativo, literario, poético y simbólico, creadas especialmente para motivar a los pacientes y lograr un cambio de actitud o de mentalidad. Me gustaría mencionar algunas metáforas protocolares empleadas por Milton Erickson, pero haré un desvío de esta introducción para decir que la vida misma a cada uno de nosotros nos brinda ejemplos y enseñanzas que a veces no valoramos en su momento y que al retomarla en un ejercicio de memoria nos damos cuenta que en cierto momento tuvimos una enseñanza que dejamos escapar.


Quiero hablar de la importancia que tiene la motivación, sentirse motivado, impelido, llevado, sugestionado a realizar cosas, actividades o a trazarse metas y labores. Sin un motor de partida es difícil hacer funcionar todo el coche, en este caso el motor de partida es la motivación, esta palabra tan común está relacionada intrínsecamente con la voluntad y la supervivencia.

Voy a recordar una historia, a un amigo que entonces era todavía mayor de lo que yo soy ahora, que cuando me veía en algún sitio solo, me abordaba y me invitaba a una copa de vino, copa que aceptaba con agrado porque había conocido a toda mi familia, tanto materna como paterna y especialmente a mi padre, de quien solía hablarme siempre, ya que él era mecánico por tradición y mi padre chofer, y fueron grandes amigos. Así, yo tenía impresiones de mi propio padre desconocidas, pero aparte de ese motivo, y el vino que me hacía perderle poco a poco el respeto y tutearlo y bromear con él, había una historia que no me cansaba de escuchar, por la gracia con que la contaba, y dependía de mi curiosidad ir descubriendo cada vez más detalles, que ya no sabía si los agregaba e inventaba o realmente habían ocurrido. El asunto era que la historia siempre tenía un sabor nuevo para mí y me dejaba la sensación que más que una metáfora o una fábula real, tenía en el fondo un mensaje oculto de lo que es o era la filosofía de un hombre a través de un hecho ocurrido que le marcó, que le dejó una enseñanza que quería transmitir ¿y que mejor que contársela a un escritor?, ya que me pedía que la escribiera cuando creyera oportuno hacerlo.

En realidad la anécdota era sabrosa, costumbrista, con un tinte folclórico, casi campesino, con olor a mar inclusive. Con el tiempo he olvidado su nombre, sé que le decía maestro, ha pasado demasiado tiempo para recordar su nombre de pila, pero recuerdo eso sí su apellido, Cantillana, porque pertenecía a una conocida familia en San Antonio, todos dedicados a las tuercas, motores, ruedas, llantas, bujías, radiadores, baterías, desde la época de la manivela al encendido automático, ya que todos los miembros de esa familia trabajaban en su propio taller. Imagino que, hasta ahora, las generaciones han querido mantener esa tradición por la mecánica automotriz. El maestro Cantillana era un buen maestro, y, como todos los hombres, los fines de semana bebían vino en bares de barrio. Era en esos momentos cuando solía toparme con el maestro que, tal como ya he escrito, al verme solo, se me acercaba respetuosamente y me invitaba a unas copas de tinto, aceptando a veces, si es que yo no tenía otro panorama. Pero todo era sobrio, tranquilo, lleno de recuerdos del hombre de la ciudad, de la gente, de su familia, de la mía por ambas partes y por los chascarros que suelen hablar los mayores a los jóvenes, vaya a saber uno si son eran reales o no. La historia de su gallinero para mí era la historia recurrente, la que salvaba el encuentro cuando se ponía tedioso porque al maestro Cantillana le brillaban los ojos al contarla cada vez.

No sé si el perro se llamaba Trujillo o Tufillo, aunque me gusta más el segundo. Tufillo era un can menos que mediano, no era lanudo, sino que tenía un pelaje blanco muy fino que le cubría la piel, de aspecto de quiltro, patas cortas, de unos 15 kilos más o menos, que pese a su escasa estatura infundía respeto a los vecinos y pescadores que pasaban cerca, ya que la casa del maestro Cantillana estaba a orillas del mar, a unos pocos metros, 40 o 50 metros en un sitio llamado Cantera, que perteneció a una empresa que extraía rocas de las que se hacían adoquines, cuando estas piezas se utilizaban. En ese sitio abandonado se había formado de manera espontánea una población con gente de mar especialmente, trabajadores venidos de otros lugares, del campo y la familia del maestro Cantillana, toda esta población estaba a los pies de un cerro que plantaba cara al mar y que en verano, por el colorido vegetal, el sol y un bosque de pino, le daba un aspecto de postal de bucólica calma y belleza.

Pues bien, la casa del maestro Cantillana que albergaba a su familia tenía aspecto campesino, con habitaciones que se agregan en la medida que se necesiten y se deshacen por la misma causa, sin un plano, parecen brotar de la tierra misma, con techumbres que el viento hace sonar y que apenas resisten la lluvia, pero son atractivas e invitan a morar por el calor que se presume dentro, un patio grande, con partes de motores, chasís de vehículos abandonados que se oxidan, neumáticos por doquier, troncos de árboles, etc. y el infaltable gallinero, con estas serviciales aves que ponen huevos y dan sus carnes con el mínimo de cuidado, ya que la misma naturaleza las cuida cuando andan sueltas en busca de alimento natural. He escrito mínimo esfuerzo, pero no está bien, porque se les da alimento preparado también, agua, techo y protección. La protección estaba a cargo de Tufillo, que espantaba a otros perros al acecho, eventuales ladrones de gallinas y huevos y de cualquier extraño que osara acercarse a la casa, al patio y al gallinero, porque ese era su trabajo real. Trabajo que no le costaba realizar porque era un perro que se había ganado el respeto y dignidad en el hogar del maestro Cantillana y su familia. Hasta que comenzaron a desaparecer de a poco, de una en una gallinas. Ahí todo cambió porque nadie entendía como iban a desaparecer de repente las gallinas, sin que éstas causaran un alboroto y el perro ladrara, pero poco a poco comenzaron a desaparecer sin más. Los Cantillana tenían 30 gallinas ponedoras, un gallo y crías, así es que decidieron mantenerse vigilante y le encomendaron con duras palabras a Tufillo que realizara bien su trabajo y le hicieron una caseta frente al gallinero, con ventanas para que desde adentro viera al o a los furtivos ladrones, pero todo este esfuerzo no dio resultado.

Y esto fue así durante más de un año, cada cierto tiempo desaparecía una gallina, y la inquietud se había transformado para los miembros de la familia casi en un problema patológico, ya que no se sabía cómo podía desaparecer cada cierto tiempo una gallina por arte de magia negra y todos miraban a Tufillo como si fuera él el culpable, siendo el guardián oficial de la casa y parece que el pobre perro sentía el peso de todos sobre sí, porque se veía nervioso, inquieto, poco amable ya que con aspecto poco amistoso se le veía recorrer el patio, mirar el gallinero como que si contara a las moradoras y al gallo y seguía ojo avizor mirando al gallinero desde todos los ángulos todo el día y se supone que parte de la noche también, porque tenía que dormirse en algún momento...y era ahí, cuando debía cerrar los ojos que en unos cuantos aleteos invisibles en la oscuridad una gallina se iba al cielo asfixiada y degollada en el aire por las garras de un peuco, nombre chileno a una ave falcónica que esperaba que llegara el momento en que el perro se durmiera, tanto de día como de noche para lanzarse en un vuelo rasante al gallinero, entrar por el entretecho atrapar una gallina y salir con ella volando, todo esto en apenas pocos segundos. Y una noche Tufillo, casi por instinto, al sentir un extraño sonido seco en la oscuridad abre sus ojos, huele el aire y reacciona instantáneamente ladrando ferozmente al cielo al descubrir a un alado y tenebroso ladrón que en sus propias narices salía con una gallina perdiéndose prontamente.

Todos despertaron y salieron de sus habitaciones al patio y encontraron al perro corriendo alrededor del gallinero, que clavaba su nariz al cielo mientras no dejaba de ladrar, comprendiendo todos que el ladrón debía ser precisamente un peuco. Al contar que faltaba una gallina de las pocas que quedaban agradecieron a Tufillo el haber descubierto al ladrón, desde entonces no hubo más robos de gallinas pero el perro no bajó más la guardia, seguía de día frente al gallinero mirando al cielo y por las noches apenas pegaba los ojos, ya no atendía a los niños, no jugaba, sólo miraba al cielo todo el tiempo y andaba detrás de las gallinas cuando las dejaban alimentarse libres en el patio. Tufillo vivía para eso, para cazar al ladrón y despedazarlo en sus fauces. Se le veía rabioso, comía lo necesario y volvía a clavar su vista al cielo, al horizonte, a la copa de los árboles, a los postes del alumbrado, a las nubes, a la luna cuando salía detrás de las montañas, no se dejaría sorprender, y así pasaban los meses y un par de años. No volvieron a desaparecer gallinas, y Tufillo no cerraba los ojos, no sabía tampoco que habían tapiado todos los posibles huecos del gallinero por donde pudiera filtrarse el ladrón que no volvió aparecer, quizás robara en otro sitio y desde lejos se riera del guardián que vivía solo para sorprenderle a él, cuando era él el sorprendido al quedarse dormido.

El maestro Cantillana comenzó a apiadarse de su perro, sintiendo mucha pena que trabajara en vano, cuando ese pájaro nocturno no iba a dejarse sorprender y menos ahora que el gallinero estaba prácticamente sellado. Poco a poco, llevado por el cariño a su animal, comenzó a idear un plan para ayudarle a que cazara infraganti al maldito peuco, con las garras en la presa, porque llevaban tres años sin que desapareciera ninguna gallina por la noche, menos de día porque el perro andaba entre las gallinas como si las contara y hasta para tomar los huevos había que sortear su desconfianza. Tufillo vigilaba y vigilaba, dormía poco y andaba dando tumbos en el día con las gallinas. El maestro Cantillana echaría a andar un arriesgado plan, dejar sueltas a las aves en el patio en plena noche para tentar al siniestro ladrón y cazarlo. Eso fue lo que hizo una noche y sentado en una silla vieja, con una escopeta de dos cañones entre las piernas, en un rincón, se dio a esperar al ladrón. Tufillo se echó muy cerca de las gallinas, ora sentado, escudriñando la oscuridad, ora recostado, con la nariz casi a ras de tierra. Parecía entender que se trataba de una trampa al ladrón alado brotado de la oscuridad. Luchaba contra el sueño, pero no quería dormirse, tampoco debía abandonar la vigilancia sobre sus gallinas, las que cuidaba. Su instinto de cazador le decía que mientras estuviera ahí el siniestro enemigo no se dejaría caer, así es que se fue a echar a los pies de su amo que parecía dormir en un viejo sillón del patio que a veces utilizaba él para dormir. Tufillo, al borde de los pies de su amo, se relajó al sentirlo dormir tranquilamente, eso le dio confianza y se decidió a cerrar los ojos para sentir el placer de descansar algunos minutos que fuera.

De pronto sintió un sonido seco, corto, preciso, y sus nervios le hicieron erguirse, saltar hacia delante mientras ladraba y rugía, dio un salto en el aire y no alcanzó a detener al negro ladrón que ya se remontaba victorioso al cielo, cuando se sintió un terrible estampido, que le provocó que los pelos de su cuerpo se erizaran. La luz del amanecer le mostraba a él como iban cayendo luego de la explosión plumas de gallinas y del aguilucho por todo el patio. Del arma que tenía en sus manos el maestro Cantillana brotaba humo y una sonrisa inclasificable le llenaba el rostro. Mientras la familia del maestro Cantillana salía con preocupación al patio Tufillo hallaba los restos de la gallina destrozada junto a los del odiado ladrón nocturno que por años le mantuvo en alerta, lleno de furia y de venganza, ahora eran solo despojos en la tierra, esparcidos por doquier y en su hocico.
El maestro Cantilla me dijo que con ese acto liberaba a su perro del trabajo de estar alerta frente a un enemigo astuto, solapado y burlón, que esperaba que él bajara la guardia para humillarle en sus propias narices, pero no fue así, Tufillo se encerró en su casucha, o metido debajo de las camas de la casa ya no quería salir, ni comer, ni tomar agua, hasta que al poco tiempo falleció, ante la tristeza profunda de su amo.

 

Esa es una lección, la lección de que necesitamos problemas, que necesitamos enemigos para mantenernos alertas y activados para la defensa y para hacerles frente. Una vida sin enemigos ocultos no nos obliga a estar preparados para defendernos, y un panorama de profunda paz nos puede producir acortar la vida porque no hemos creado defensas antes las contingencias que puedan ocurrir. Y, no podemos desear la muerte de nuestros enemigos tampoco, porque es lo mismo que desear la muerte propia.

Creo, con el tiempo, que el mensaje que el maestro Cantillana me daba con su ejemplo era para mí, para que hiciera frente a las posibles acechanzas, sin bajar la guardia nunca, pero que no tratara de matar a mis enemigos, ni desearles la muerte, sino estar atento a ellos, sin olvidar que la vida hay que vivirla, y que dentro de lo posible, la disfrutara. Sí, tenía razón, si el peuco no venía por mí, sino por las gallinas de otros ¿a qué esperarlo? Cada cual cuida lo suyo, yo cuido mis propios anhelos, mis propios sueños e intereses, mi propia vida.

Claro queda que el motivo de la existencia de Tufillo, era defender las gallinas de su amo, eso le daba estatus, importancia y valor. Al acabarse el motivo de su existencia también sentía que no tenía sentido vivir.

 

(Especial para Magazín Latino)

 

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